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Perla

Cuento

Fue una fiesta de viernes en mi casa donde conocí a Perla. Trabajábamos juntos, la entrevisté un año antes para una gerencia de producto dentro de la empresa y al poco tiempo dejé de hablarle. La realidad es que me parecía poco agraciada. Aquella noche apareció en casa, nadie la invitó pero bebió y se integró. La noche fue tan bien que hacia el final la borrachera me mandó a dormir; Perla se ofreció a llevarme a mi cuarto. Como sabemos que nada es gratis, se cobró el favor pegándose a mi miembro, fue en contra de mi voluntad, pero la dejé terminar, fui estricto conmigo, me negué a penetrarla porque el alcohol me impidió siquiera inclinarme.

Los meses pasaron, menos hablé con Perla, la insistencia con que me invitaba a comer me incomodó, borré su contacto y todo marchó de maravilla. Una de sus responsabilidades era organizar eventos, por lo que aprovechó el 15 de septiembre para que su equipo hablara sobre las actualizaciones al sistema que más se vendía. Por órdenes de la dirección el viernes 14 de septiembre, dejaríamos las labores a las 15:00 para presentarnos en la cocina.

El día del convivio Perla cruzó infinidad veces los pasillos de la oficina, apresurada, tensa. Su fama de excelente en la entrega de resultados, pésima gestión de personal y adicción al trabajo hicieron que la detestaran. La única forma en que los subordinados se las cobran de sus jefes es con apodos, Perla lo vivió en carne propia. Chichis de mandril y La malcogida eran los más comunes.

Hacia las 15 horas del viernes 14 de septiembre la mayoría de los empleados, hambrientos, mostramos nuestra inconformidad sentados, sin dirigirnos a la cocina. Para las 15:15 llegó un correo institucional anunciando tacos de guisado y cerveza durante la presentación de las mejoras. Es tan sencillo mover a los esclavos de cuello blanco.

En menos de 40 minutos se extinguieron los guisados, la cerveza fue mentira y previo a largarnos a casa, inició la presentación. Nos aburrió y como salón de secundaria comenzó la rechifla. Risas, órdenes de silencio, más risas, peticiones de respeto a los expositores hasta que una voz, perdida entra los compañeros.

— ¡Prometieron cerveza!

Aplausos y chiflidos, festejos ante la exigencia de justicia. La presentación siguió, sospecho que acortaron los tiempos, fue evidente el nerviosismo de los integrantes del área de producto y Perla, la gerente responsable, furiosa. La piel se remarcó sobre los huesos de su rostro, con tintes casi morados, de pupilas dilatadas profundizando su falta de belleza.

Con atronadores aplausos despedimos la presentación, una reacción exagerada y vergonzosa desde cualquier ángulo del escenario. La gente abandonó la cocina, yo me quedé con el contador, el primer empleado de la organización, le sabe secretos a los directores y el único con autoridad para beber tequila ese viernes.

En menos de una hora terminamos sus dos cuartitos de tequila, sólo quedaba la gente de producto y algunos más que les mostraron apoyo, en total sumamos 20 personas. El contador se puso en pie en cuanto se acabó el tequila.

— Voy por más alcohol, acompáñame — el volumen de su voz fue bajo — , regreso en 10 minutos, quiero música y cervezas — fue un tono elevado e imperativo.

Tardamos menos de 20 minutos, cuando volvimos a la cocina con dos litros de tequila y lo necesario para beberlo, el ambiente era otro, una celebración total. Música, pláticas, cervezas, risas, baile. Me fue fácil integrarme a pesar de que hablaba poco con esa división. El alcohol rompe barreras. Cuando regresé con el contador, tras uno de mis bailes, me recibió con un trago.

— Ninguno de estos weyes puede con la presión, lo viste hace rato. Se asustaron por unas risas — hizo una pausa durante la cual bebió — , por eso somos esclavos de un francés.

— Llevas trabajando aquí desde que iniciaron, eres el primer empleado, no mames.

— A mí me vale madre, que me paguen y se acabó, pero lo que te digo es cierto, se toman todo a pecho, a estas generaciones ya no les vale madre la vida.

— ¿Muy cabrón, conta?

— No es eso, pero sí te digo que por algo sigo aquí y hago lo que quiero — con la mirada me señaló la fiesta — , voy a mear.

Pensé en lo poco que me interesa hacerme un renombre en mi vida laboral, en las nulas ganas de dirigir equipos de trabajo, sólo tengo que pagar la renta.

— Esta pinche presentación fue una mierda — me dijo Perla, se levantó en la punta de los pies, se apoyó de mi antebrazo intentando llegar a mi oído derecho — , ¿bailamos?

Tal vez fue el vacío en su mirada o lo suplicante de su voz lo que me hizo sentir lástima, aún quedan personas en el mundo que dan su vida al empleo y Perla me lo recalcó con sus pésimos pasos. Su baile parecía una temblorina epiléptica; se convirtió en el centro de atención, su gente le aplaudió, la animó: yo creo que se burlaron de ella.

Me sumergí en la cadencia de la salsa y la ligereza de la cumbia cambiando una y otra vez de acompañante. Suelo empujar a mis parejas al terreno del cachondeo, ese viernes carecía de una que alentara mis deseos. La tarde avanzó y con la noche envolviendo el festejo, el ambiente inundado en tequila, cerveza y tabaco, los ánimos se calentaron.

Quedé molesto con las palabras del contador, ¿a qué se refería con que ya no nos vale madre la vida? Seguro tendría que renunciar para que me valiera por completo, pero me esforzaba por ser un valemadrista: aparecía crudo en la oficina, tenía sexo con compañeras y los viernes hacia nada. Uno más en el océano de oficinistas.

— Ya me voy, wey — me dijo el contador — , ¿te quedas? — el alcohol en su sangre hizo efecto.

— Aguanta, cabrón. Ahorita nos movemos.

Crucé la oficina en dirección al baño, ansioso, con la poca claridad que brinda el tequila. Comprobé lo silenciosa y agradable que era así, vacía y obscura. Al regresar del baño me crucé con Perla, se dirigía a su estación de trabajo, según me dijo.

— Acompáñame.

Cruzamos por el pasillo de las salas de entrevista y el salón de juntas, la obscuridad borró la poca gracia de Perla, el silencio animó mi deseo de elevar mi reputación y el alcohol empujó mi miembro contra el pantalón.

Sujeté a Perla de la muñeca, di un paso dentro de la sala de juntas y le metí la lengua en la boca. Perla cedió, hizo una pausa.

— Aquí no, dicen que hay cámaras.

Para cuando entramos a una sala de entrevista, ya se había desabotonado la blusa y se aferraba a mí; fue sencillo cargarla, afianzó sus labios a mi cuello y pecho.

Bajé mi pantalón, subí un poco mi camisa evitando las manchas emanadas del cuerpo humano, son más complicadas de quitar, y senté a Perla, de espaldas, sobre mí.

Con mi palma derecha sobre su boca y con la izquierda recorriendo su cuerpo, ella aferró sus uñas a mis muslos, días después comprobé sus marcas. De pronto su temblorina epiléptica se tornó dulce, su extraña cadencia fue agradable hasta terminar.

— Que rico — cuando dijo esto, hice una seña para que guardara silencio que se perdió en la obscuridad — . Deberíamos de hacerlo más seguido — la escuché reír.

Esa noche comprobé el porqué de la Chichis de mandril, ella dejó claro que sería todo menos una mal cogida y porque dejé de hablarle. Seguí bebiendo con el contador, le conté de Perla para hacerlo cambiar de opinión, al menos mi orgullo había subido unos puntos, estaba seguro. Él insistió que ya no nos vale madre la vida.

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